“¡Reinaldo Palote Palote, el rey más machote!”. La masa enfervorizada que ha acompañado a la comitiva con los restos de Reinaldo II, sigue en la calle esperando mis conclusiones. El presidente y el arzobispo han sido los encargados de depositar la arqueta con los huesos sobre la mesa del laboratorio.

“Es importante que averigüe si le arrancaron el corazón”, me ha susurrado el prelado. El detalle tiene trascendencia ya que, según la tradición, al rey le hicieron un boquete con una espada. Murió en el acto pero el corazón siguió palpitando una semana, razón por la cual quieren promover su canonización. Desde el Gobierno apoyan la causa, se plantean añadir un corazón al escudo oficial y han encargado ya un mausoleo a Santiago Calatrava.

Sabemos que el autor del espadazo fue su propio hijo, siguiendo la tradición familiar. Antes de emprenderla con moros y judíos, Reinaldo había bañado su espada con la sangre de su padre y su hermano.

El clamor de la calle aumenta casi tanto como mi desazón. Miro de nuevo el hueso y una gota de sudor frío se desliza por mi frente.

El esternón no presenta ni un rasguño y esta pelvis es inequívocamente femenina.

El teléfono del inspector Puértolas sonó con noticias devastadoras: “El asesino del Ebro había actuado de nuevo”. Seis meses habían pasado desde su último crimen y el departamento de homicidios no lograba dar con la identidad del asesino en serie. Otra vez el mismo modus operandi que en los otros cuatro crímenes: la víctima, varón adinerado de mediana edad vestido con traje y con herida de arma blanca en el tórax aparecido en la ribera del Ebro. Sin embargo, en esta ocasión algo había cambiado. La aparición de un pelo en la escena del crimen y la sospecha de dos individuos; uno de origen africano y otro europeo como presuntos autores daba cierta luz al final del túnel.

Ya en el laboratorio llegó el turno de la doctora Guillén: Extrajo el ADN mitocondrial de la muestra de pelo y lo secuenció. El resultado del estudio del linaje mitocondrial arrojó que la muestra provenía de un individuo de origen europeo (Haplogrupo H). Al día siguiente, por orden judicial, se pidió una muestra de pelo a la madre del europeo sospechoso y se compararon ambos genomas mitocondriales. El resultado daba una coincidencia del 90%. Por fin tenían al criminal.